Aun cuando las pretensiones del autor pudieran en algún momento rozar los contornos del ensayo teológico, el contexto de la obra se decanta definitivamente por un carácter marcadamente novelístico, donde la guerra contra el invasor romano, el amor del protagonista por la joven Rebeca y la aventura vital de un aspirante a doctor de la ley ganan, muchas veces, terreno al afán apologético de sorprender y convencer, que, por momentos, anima el relato. De todos modos, el núcleo central de la novela es el descubrimiento, paulatino y apasionado, de Jesús por el alma de un fariseo, que no quiere sucumbir sin lucha al derrumbamiento de sus creencias ancestrales. La novela trata de recuperar para el hombre de hoy la sorpresa y el asombro ante los portentos que obra Jesús a la vista de sus contemporáneos. Estamos en la plenitud de los tiempos añorados por todos los profetas del Antiguo Testamento, que anunciaron la venida del Mesías; y a poco que meditemos sobre estos temas con los ojos de la fe, no nos será posible sustraernos a las escenas tan maravillosas e impactantes que se vivieron en Naín, Cafarnaún o Betania. Siguiendo la santidad teológica del número siete, del que se rinde adecuada cuenta a través de la lección magistral de un rabino admirador de Filón de Alejandría, la novela se divide en siete libros bajo los sugestivos títulos de Séforis, Jerusalén, Nazaret, Cafarnaún, Gadara, Betania y Emaús. En las sinagogas, frente al arca que contiene los rollos de la Torá, arde la luz perpetua que ilumina a todos los creyentes en un mismo Dios: el Dios de Abrahán, el Dios de Moisés y el Dios de Elías. Esa luz es el símbolo de la verdad; es la candela puesta para esperar al invitado que aún no llega y que ya se retrasa. Los cristianos sabemos que Cristo es esa luz. Jesús es el Mesías esperado. Pero siempre será hermosa la contemplación serena de una llama encendida como signo de los que esperan ilusionados su venida. ¿Llegarás algún día, Señor, para todos?