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Detrás de un título provocador se esconde un contenido muy profundo, y casi olvidado por la literatura espiritual contemporánea: la serena alegría que procede de la aceptación confiada de la propia debilidad. Después de Santos de carne y Santos de copas, Josepe se lanza a concluir su trilogía en torno a la carnalidad de nuestra fe con un nuevo título que recuerda una verdad soberanamente católica: Dios se ha hecho carne y entra en nuestra carne, muchas veces débil, pobre y consumida por el pecado. Desvela también que la santidad no es un éxito personal ni un esfuerzo humano, sino un dejarse hacer por Jesús que nos habita el corazón, incluso cuando está «mugriento, cerrado y endurecido». No es pactar con el pecado, sino recibir a Cristo como un huésped inesperado, porque «urge que tomemos conciencia de lo real que es lo sobrenatural», y «no alejar el Espíritu de la materia», escribe Manglano, que recoge aquí sus grandes temas: el deseo como potencia de la acción de Dios, Dios que entra en el mundo por la carne y por las heridas, el Espíritu que actúa aunque no lo sintamos, vivir de Cristo para sentirse vivo