Información Extra
En 1549 llega al Japón San Francisco Javier, se bautizan muchos japoneses, extendiéndose la Iglesia por todas las islas. En 1614, al comenzar la persecución, son expulsados todos los sacerdotes; éstos les dejan a los cristianos tres señales para que, en su día, puedan reconocer a los verdaderos misioneros católicos cuando vuelvan: a diferencia de otros, los sacerdotes serán célibes, obedecen al Papa y veneran a la Virgen María.
Dos siglos y medio más tarde, en 1865, llega a Nagasaki el Padre Petitjean, perteneciente a las Misiones Extranjeras de París. Trae consigo esta imagen de la Virgen y construye la iglesita de Oura. En su corazón se hace esta pregunta: «Quedarán aún cristianos de los tiempos de S. Fco. Javier?». Parecía imposible.
Pero una tarde, mientras el Padre se encontraba a la puerta de la iglesia, se le acerca un grupo de japoneses y le dice: «Por favor, ¿nos puede presentar a su esposa?». El Padre contesta: «Yo no tengo esposa, yo soy sacerdote». Segunda pregunta: «¿Vd. obedece al Papa de Roma?». Sorprendido les responde: «Por supuesto: yo soy católico». Tercera cuestión: «Queremos ver a Santa María». El Padre los lleva delante de esta estatua de la Virgen. Ellos se arrodillan y exclaman: «¡Sí, es Santa María! Lleva en sus brazos a Jesús». Después, volviéndose al Padre, le dicen: «Nosotros tenemos tu mismo corazón. Hay otros muchos cristianos ocultos como nosotros».
Estos eran los descendientes de aquellos antiguos cristianos que, durante doscientos cincuenta años, se habían quedado sin sacerdotes, sin una traducción completa de la Biblia, sin sacramentos (excepto el bautismo que se trasmitieron de padres a hijos). Los mártires se cuentan por miles. Habían transmitido la fe a sus hijos de generación en generación en medio de terribles sufrimientos.