«Para Dios todo creyente es un místico por el hecho de tejer una fidelidad en su alma. Con esto quiero decir afirma el autor que los creyentes en Dios son hombres y mujeres que confían tanto en su Voz, en su Palabra, que han aprendido a descansar en Él. Son personas para quienes su intimidad con Él significa saborearlo; sí, así como suena: saborear su Palabra, saciarse de su Rostro». «La primera condición para llegar a saborear el Misterio consiste en plantar nuestra tienda junto a Él. Para ello cada cual ha de buscar con constancia y sin desmayo hasta encontrar su lugar de arraigo en Dios. Es lo que se llama vivir a su lado, ante la Presencia. Es un lugar que no tiene que ser inventado, ni siquiera proyectado, tan solo descubierto, pues de hecho ya lo tenemos preparado y dispuesto. Recordemos lo que le dijo Dios a Moisés cuando éste le expresó su deseo de ver su Rostro: "Mira, hay un lugar junto a mí..." (Ex 33,21). Todo aquel que tiene el oído tendido hacia la Voz es un buscador de Dios; y mucho sabe de esto la esposa del Cantar de los Cantares. Ha saboreado a Dios, a su Amado». Todos los hombres y mujeres venimos a la existencia con una chispa del Fuego de Dios. Es chispa y es don que nos capacita para abrir su Palabra a fin de extraer de ella su médula que nos diviniza. Por medio de este don, Dios tiende puentes para provocar su encuentro-comunión con nosotros. Pues bien, todo aquel que se alimenta de la médula de Dios desarrolla lo que ya lleva potencialmente en su naturaleza: la intimidad con Él, la mística del alma. Intimidad y mística que no son ningún privilegio exclusivo propio de ciertos estados de vida cristiana o condición social o académica. Dios no entiende de estas cosas..., entiende sí y mucho de la pasión del corazón. Es por ello que todo aquel que vive la pasión incansable por el Evangelio, alcanza a comer y beber en sus palabras la divinidad de Dios oculta en ellas. «Déjame oír tu Voz» es un libro que nos habla con sencillez de todo esto desde la experiencia del pueblo santo de Israel, llamado a ofrecer al mundo al Mesías de Dios, «la Luz incorruptible de su Palabra» (Sb 18,4)