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Ámbitos como el de los derechos humanos, la consideración de la mujer con igualdad de oportunidades a las del hombre, las prestaciones sanitarias, educativas o sociales en general, el disfrute de una vivienda digna, de un trabajo honestamente remunerado o, incluso, la asunción de una cultura básica común que nos permita convivir en paz por encima de ideologías xenófobas o racistas, machistas o discriminatorias de cualquier tipo, fanatismos religiosos, dictaduras totalitarias..., parecen impermeables a cualquier globalización. Por eso, en este principio de siglo XXI, lo único que podría suavizar esta realidad nada prometedora, es la educación, no meramente como instrucción o adquisición de competencias para el trabajo, que también, sino como desarrollo y generalización de valores humanos que puedan y deban ser asumidos por la población planetaria, entre los que destaca el del respeto a la libertad de las personas, un respeto real y posible únicamente cuando el sujeto pueda pensar por sí mismo con capacidad crítica, sin falsos sentimientos de culpa, ni identidades excluyentes.